En El extranjero de Albert Camus se retrata el devenir de un hombre apático ante el entorno que lo rodea, un ser incapaz de relacionarse con los otros y, sencillamente, inmerso en el absurdo de un mundo abarrotado de violencia. Uno de los pasajes más representativos de la obra es el asesinato realizado por Meursault. Este protagonista, indolente ante la muerte de su madre, camina un día por la playa. El sol lo perturba y el calor lo incomoda. Las lagunas mentales del horizonte ardiente se vislumbran a la lejanía. Luego, ante un altercado con un grupo de árabes, este hombre saca una pistola y asesina a una persona. No existe una razón concreta para el asesinato y los motivos, más allá del conflicto pasado, parecen nacer de la perturbación del calor en Meursault. Una vida se acaba en el chispazo de una moralidad rota, de un individualismo enfermo que nos hace creer que, en un mundo de millones, solo podremos estar a salvo en nuestra más indolente soledad. Este era el diagnóstico del hombre de la posguerra y, como podemos ver, la enfermedad no solo se ha mantenido, sino que pareciera expandirse con el paso del tiempo.
Estos días he pensado en la novela porque cada vez es más notable la personificación de los pequeños dictadores de la vida diaria, de los controladores de lo ajeno, de los meñique alzado que ven con desdén el hecho propio de la existencia de un otro en el mismo espacio que ellos. La sociedad actual, embriagada de pantallas y simulaciones, ha impulsado el individualismo como un tótem de adoración. Los gurús de las redes sociales le dan forma a las rutinas del yo y al impulso del ego. La banalización de la psicología, al mismo tiempo, ha dado un discurso donde los límites del individuo son la carta bajo la manga para el agotamiento de cualquier tipo de empatía. Es cierto e importante que el reconocimiento de nuestra individualidad tiene un valor en el contrato social y, a su vez, nos hace crecer en nuestro interior y ante el otro. Sin embargo, cuando se romantiza el hecho del ego como mecanismo esencial, como argumento para esconder las falencias propias, nos encontramos con la resaca del egoísmo.
Elon Musk declaró que la empatía era un malestar de época. El problema no es que lo diga uno de los hombres más millonarios, fanático de las autocracias, sino que, al contrario, el hombre común vea en estas declaraciones un ejemplo a seguir. Este detalle se une, a mi parecer, con la incapacidad de aquellos que, en su delirio de ínfima grandeza, se creen habitantes solitarios de las grandes ciudades y hacen exposición constante de su agotamiento humano, de su apatía ante el otro, de su absurdo devenir. Al parecer, las pantallas nos han hecho creer, con su forma tan pulida de simular la vida, que no necesitamos a las personas que viven a nuestro alrededor. Estos son solo agregados molestos que perturban la tranquila existencia de los seres impolutos de la moral rota.
Hace poco una mujer venezolana fue asesinada en Chile por un grupo de vecinos chilenos. La golpearon frente a sus hijas. Le dispararon y, como si fuera poco, le negaron cualquier tipo de atención médica. Es un caso atroz y signo del odio inmerso en una sociedad enferma. La única razón de los asesinos fue la música alta en una celebración. Sin embargo, no vemos un rechazo categórico de la sociedad ante un asesinato indolente; vemos la burla xenófoba y, por otro lado, vemos la excusa del ruido como un argumento posible. Salen los intelectuales de cartón, masturbadores de su torrecita de cristal, con sus análisis de sociabilidad imposible y el ruido como síntoma de una vida incapaz de hacer comunidad. Vociferan los aduladores del individualismo rampante y hablan de “respeto”, de “vecinos incorrectos”, de “ruidos incivilizados”, para excusar de la manera más soez el asesinato de una mujer.
Ahora, sin quitarle peso al hecho, me parece importante centrarnos en la imposibilidad que hemos generado para entender que habitamos el mundo junto a un otro que también existe, que habla, que su vida suena y no podemos, aunque nos creamos los dictadores del silencio, apagar el ruido de millones de personas como si fueran personajes de videojuego. Este es un ejemplo, pero el malestar se extrapola a los vecinos que asesinan mascotas porque les molesta un ladrido, a los que persiguen con olfato policial a cualquiera que haga un poco de ruido, a los que sacan su peor calaña al escuchar que, Dios no lo permita, a una persona habla por teléfono en el metro, a los que miran con ojo inescrupuloso los rasgos ajenos para ver si llaman a la policía, entre muchos otros casos.
Las sociedades indolentes, incapaces de crear empatía ante el otro y respeto a su existencia, se transforman en comunidades de control policial con espíritus enfermos. Al final, las políticas actuales responden a un contexto donde la individualización y la “libertad capital” se han convertido en los regímenes de la sociedad y, por ende, el diminuto dictador de plástico tiene un respaldo para mostrar su peor cara ante sus vecinos, ante su familia, ante cualquiera que sencillamente perturbe con su existencia la vida silenciosa de los ciudadanos superiores de ego endeble. Luego, cuando su pataleta no sea suficiente, porque la vida suena y si vivimos en ciudades gigantes, llenas de personas, viviremos con el sonido que implica la vida del otro, este dictador reaccionará con el derecho autoimpuesto de molestar, de infringir dolor y, posteriormente, de asesinar por la mísera razón de ver perturbada su quimera de silencio.
Por eso mismo el tema no es el ruido ni tampoco el error ciudadano. La gente vive, habla, suena, se equivoca, estornuda, llama por teléfono, ríe, canta. El foco debería ser el impulso actual de esa individualidad que le ha dado a muchos la fantasmagoría de una vida controlada, de un sueño de simulaciones, donde su molestia tiene mayor valor que la vida ajena, donde su capricho es más importante que el derecho a existir del otro y donde su pataleta puede excusar un asesinato, así como el calor fue la razón de Meursault para quitarle la vida a un hombre que recibía sol en la playa.
Se tenía que decir y se dijo excelente 🙌
¡Brillante!